lunes, 28 de julio de 2008

Hace un par de años leí en una revista norteamericana un artículo sobre un físico que se convirtió a una secta judía ortodoxa. (La verdad es que no recuerdo que clase de científico era, pero para el ejemplo nos sirve que sea astrofísico.) Esta persona, que había dedicado su vida a la ciencia, pasó de hacer malabares con ecuaciones sobre la curvatura del espacio a decir cosas como si eres justo y bueno, Dios multiplicará tus hijos, darán leche tus cabras y las riquezas serán la retribución de tus actos... Este tipo de creencias podrían esperarse de una persona común, todos hemos escuchado alguna vez aquello de Dios castiga, pues, pero ¿un astrofísico, un occidental con título universitario? ¿Cómo es que sucede esto?

Para entenderlo debemos tratar de ponernos en los zapatos de alguien de verdad rudimentario. ¿Qué otra cosa conoce del mundo que lo que tiene a la vista? Sus cabras, sus cultivos, sus hijos... Su idea de lo que es el sentido de la vida no puede estar más allá de lo que es su vida, por lo tanto su idea de lo divino es una reflejo de ésta. Lo mismo podemos decir de un vikingo y el Valhala o de un fundamentalista islámico y su paraíso de mujeres eternamente vírgenes. Su religión está en función a sus necesidades. Entonces: ¿Cómo es que pueden cambiar radicalmente las ideas religiosas de alguien? Porque ha habido un cambio radical en su visión de lo que es vivir bien; en otras palabras, gracias a un cambio en sus necesidades.

Es por eso que la opinión que tengo sobre las religiones es que da lo mismo una que otra. Todas son creaciones humanas, todas responden a necesidades humanas, y no tienen en absoluto nada que ver con lo divino, si es que tal cosa existe. Puede uno escucharlo todos los días. Una persona que conozco, cuando está fuera de su ciudad y no tiene con quien pasar los fines de semana, acude a misa para no sentirse solo. Otra persona, que lleva una vida bastante "activa", sostiene que Jesús de Nazareth era un gran pendejo, que manejaba a sus seguidores como quería y que tenía de tesorero a un ex–recaudador de impuestos. Pero eso no ocurre sólo son que puede considerarse vicios o bajos sentimientos, sino con todas las formas de pensar y expectativas humanas. Hay un texto de Borges que da en el clavo: "A lo mismo llega Spinoza, cuando dice que dar atributos humanos a Dios es como si un triangulo dijera que Dios es eminentemente triangular. Decir que Dios es justo, misericordioso, es tan antropomórfico como afirmar que Dios tiene cara, ojos o manos."

Por supuesto, eso no basta para que alguno de los lectores de este artículo se desengañe de la religión en la que creen. No creo que esto sea posible en un artículo, para lograrlo sería necesario una experiencia terriblemente traumática. Pero como en esta revista no hay presupuesto para sortear un pasaje de ida en un barco pirata lleno de marineros que no hayan tocado puerto en más de un año, les pedimos que se pongan a pensar en lo siguiente: si dividen 1 entre infinito, ¿qué obtienen? En términos prácticos, cero. Ya sé que no es así, pero sigamos con el ejemplo. Ahora dividan 10 entre infinito. ¿Qué obtienen? Cero. Hemos dividido un número diez veces mayor y obtuvimos lo mismo: cero. Ahora dividamos diez mil millones de trillones elevados a la quintinollésima potencia, entre infinito. ¿Cuál creen que será el resultado? Exacto: cero. A su dios infinito, queridos creyentes, le da lo mismo una hormiga que un ser humano.

Este ejercicio matemático es en verdad simplón, lo reconozco; pero nos sirve de base para seguir el siguiente: si el universo ha evolucionado durante millones y millones de años, pasando por la formación de los primeros átomos, las primeras moléculas, las primeras proteínas, la primera materia viva y así hasta el ser humano, ¿qué nos hace pensar que somos el último paso? Todos tendemos a pensar que el humano es y será lo que hasta ahora ha sido, que el futuro sólo será diferente al presente en que habrán naves espaciales, pistolas de rayos o matrimonios entre toda clase de sexos. Pero consideren realmente la cuestión: cada día se están desarrollando computadoras con mayor capacidad, ¿por qué no pensar que el próximo paso en la evolución es la inteligencia artificial? También el desarrollo de la genética podría dar lugar a la aparición de una especie con capacidades de percepción nunca consideradas antes –es decir, ninguna de las capacidades parapsicológicas que se supone que existen–, una especie que esté tan alejada de nosotros como nosotros lo estamos de los primeros monos. Y ni siquiera entonces podríamos decir que la evolución se ha detenido, pero ya no puedo dar más ejemplos porque mi imaginación no da para más. Lo importante es lo siguiente: para los católicos los animales no tienen alma (al menos eso es lo que recuerdo de mi catecismo de cuarto de primaria), pero los humanos sí. Ahora que ya sospechamos que no somos el último paso, ¿creen que un Dios estaría más pendiente de la suerte de una congregación de humanos creyentes que de la de una tribu de chimpancés?

Por estas razones es que cuando me preguntan si soy ateo, les digo que no, pero que no es necesario serlo para no ser creyente. Puede o no puede existir un Dios, pero, en lo que a mí respecta, eso no tiene necesariamente algo que ver con nuestras vidas. La única razón por la que creemos el mito del ser humano como hijo predilecto de algún tipo de dios es porque no nos gusta sentirnos pequeños y a merced de lo que no podemos controlar o no nos gusta imaginar, como el sinsentido de la vida y lo inevitable de la muerte. Es tan equivocado creer en el mito del hijo predilecto como creer que los planetas giran alrededor de la tierra, o que estamos en el centro del universo.

Pero no nos engañemos. Diga lo que uno diga, los creyentes simplemente se encogerán de hombros y dirán que su dios existe, que su dios es amor y que los quiere mucho, y luego nos mirarán con una sonrisa compasiva. No podemos criticar a estas personas. No es nada agradable pensar que somos una basurita más en el universo. Lo sé porque durante mucho tiempo me fastidiaba realmente la idea de que sí hubiera un Dios. Me parecía intolerable que uno no tuviera escapatoria; para mí, la libertad y la existencia de un Dios eran hechos incompatibles. Ahora ambos temas han dejado de interesarme, pero aun puedo recordar la fastidio que sentía. Y eso es lo que me gustaría lograr aunque sea un poquito con este artículo, amigos creyentes. Ya sé que todo lo dicho arriba son simplemente boberías para impresionar a los que jamás se han puesto a pensar en estas cosas; ya sé que ustedes deben estar diciendo que caigo en el mismo error que señalo: ponerme a usar definiciones para tratar con algo indefinible. Muy bien. Entonces estarán de acuerdo conmigo en lo siguiente: si existe tal ser, éste sería tan inimaginable que ni siquiera llegaríamos a intuir la forma en que no nos lo imaginamos. Esta es una idea que aparece en la misma Biblia, en el Libro de Job. Un hombre pasa mil padecimientos sin renegar de su dios, y se siente bien consigo mismo por eso, hasta que aparece éste y le dice que no se tan soberbio y que sus designios son inescrutables. En otras palabras, tanto ustedes como yo estamos en el aire.

Es por todo esto que si alguna vez Jesucristo o Buda regresan de la muerte, reviven a mi abuelito, convierten el pan en pescado o me llevan a la cuarta dimensión del espacio, les daré la mano y reconoceré deportivamente que son seres tremendamente superiores a mí y que no puedo descartar que sean algo así como un dios creador de este y otros universos, pero también tendré que decirles que, a pesar de que le tengo terror a la muerte, no puedo evitar pensar que soy un ser humano y que eso debería bastarme.